El pecado es infracción de la ley
“Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley;
pues el pecado es infracción de la ley”
(1 Juan 3:4).
Uno de los grandes problemas
del pecado es su antagonismo hacia la ley de Dios. La ley es una manifestación
de su voluntad. Si decimos amar a Dios, tener comunión con Él y haber nacidos
de Él, entonces estamos en el compromiso de deleitarnos en el cumplimiento de
su voluntad, pues deseamos agradarle. El pecado es una contradicción de esa
intención. Si preguntamos a los hijos de Dios, ¿quieres ver a Dios triste?
Podemos asegurar que su respuesta será negativa. ¿Por qué pecamos, entonces? Lo
hacemos cuando permitimos que en ese momento otros deseos usurpen la santa
ambición de serle agradables (2 Cor. 5:9).
A veces tendemos a ver la
ley de Dios en sí misma y perdemos de vista al Dador de esa ley. La ley es
importante por razón de quien la estableció. Dios es un legislador universal,
en otras palabras, su ley abarca a todos. Nadie escapa al señorío y autoridad
del Señor. Es posible que no tengas ningún interés en las leyes de Botswana
porque no vives allí. Lo que no podemos es darnos el lujo de ignorar las leyes
del país en el que vivimos, pues nos encontramos bajo su autoridad. En ese
sentido, la autoridad divina comprende el mundo entero. Toda infracción de la
ley divina es un desafío a la autoridad de Dios. Sus mandamientos son una
expresión de su carácter. Pecar es amar lo contrario.
En el versículo anterior
Juan nos habla de cómo la expectativa y anticipación a la segunda venida de
Cristo es un fuerte estímulo hacia la pureza. “Todo aquel que tiene esta
esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (3:3). En el v.4
nos presenta el contraste. Mientras uno se purifica, el otro se contamina. En
el v.3 describe la actitud correcta que tiene todo el que permanece en
Cristo—el camino de la santidad. En el v.4 nos describe el camino incorrecto—el
camino del pecado.
El verdadero creyente guarda
los mandamientos (1 Juan 2:3-4). ¿Cómo está tu obediencia? Recuerda, cualquier
controversia con la ley de Dios es una controversia con el Dios de la ley.
El poder de la resurrección en el Pueblo de Dios (Jn
20:1-18)
“No llores, no tengas miedo”
¡Cristo ha resucitado! (Mt 28:5). La
resurrección de Jesucristo nos da suficientes motivos, razones y certezas para
confiar y seguir a Jesús. La escritura nos dice que “el primer día de la
semana, muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al
sepulcro…” (Jn 20:1). En medio de cualquier oscuridad, desilusión o frustración
debemos volver a recordar que hay un nuevo día y un amanecer. La luz triunfa
sobre las tinieblas, la vida sobre la muerte, la justicia sobre la injusticia,
la verdad sobre la mentira y el amor sobre el odio.
Aparentemente el propósito
que tenían las mujeres de ir al sepulcro era llevar especies aromáticas (Mc
16:1, Lc 24:1). Quizás no sabían el trabajo realizado por Nicodemo y José de
Arimatea (Jn 19:38-42). Para sorpresa de María Magdalena habían quitado la
piedra que cubría la entrada. La piedra era muy grande (Mc 16:4). Ella se fue
corriendo a ver a Simón Pedro y al otro discípulo. Les dijo: ¡Se han llevado
del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto! (Jn 20:2).
Ambos discípulos fueron
corriendo al sepulcro. Al entrar, Pedro vio las vendas y el sudario que había
cubierto la cabeza de Jesús. El sudario aparece prolijamente enrollado en un
lugar aparte. No se trataba de un robo humano. El otro discípulo que llegó
primero y entro después “Vio y creyó. Hasta entonces no habían entendido la
Escritura, que dice que Jesús tenía que resucitar” (Jn 20:8-9).
Nosotros como ellos también
nos encontramos en un proceso de entender la escritura y poder progresar. Sin
entender todo, se nos llama a creer y avanzar. La única manera de conocer a
Jesús es caminar con él. En medio del camino las dudas son aclaradas y viene la
certeza.
María Magdalena se quedó
llorando junto al sepulcro (Jn 20:10-11) y busca a Jesús como alguien que está
muerto (Lc 24:5). No ve a Jesús resucitado. Lo mismo puede suceder en nuestras
vidas cuando hay cosas que nos dejan esclavizados y áreas de carácter que no
han sido redimidas. Somos tentados a pensar que la resurrección de Jesucristo
no puede ayudarnos en nuestras luchas, dudas y temores. Jesús nos invita a
cambiar nuestro criterio y manera de entender las cosas.
Necesitamos conocerle y
experimentar el poder que se manifestó en su resurrección como el apóstol Pablo lo expresa en su carta a los Filipenses
(Fil 3:10-11). “Sin cambios morales y éticos en nuestro diario vivir, nuestra
participación en actividades religiosas no vale nada. Es decir, nuestra
asistencia a los cultos y vigilias no puede tomar el lugar de las
transformaciones que Dios espera encontrar en nuestra vida diaria” [1].
El evangelio no es un
anuncio vacío y tiene relación directa con una transformación que va ocurriendo
en nuestras vidas. El Evangelio de Juan enfatiza un proceso de crecimiento. El
creer es proceso de desarrollo. Jesús nos invita a formar parte de este proceso
donde nos cuestiona, consuela, anima y acompaña.
Jesús ya resucitado se le
aparece a María Magdalena y la cuestiono ¿Por qué lloras? Quiere que veamos su
presencia en medio de toda circunstancia. Ella solo podía ver al que cuidaba el
huerto (Jn 20:15) y no se dio cuenta que era el Señor resucitado. A nosotros
nos puede pasar lo mismo. Como seguidores de Jesús somos llamados a tener
amplitud y no quedarnos con respuestas cerradas.
Jesús no dejo sola a María
Magdalena y la llama por su nombre. Ninguna situación está fuera del control de
Dios y es su voz inconfundible la que nos hace recapacitar, tener esperanza y
reconocer su presencia (Jn 10:3-4,16). Ella y las otras mujeres le abrazaron
los pies y lo adoraron (Mt 28:9) pero su mandamiento fue de animar a los
hermanos, salir al mundo y no privatizar la misión. No podemos detener a Jesús
sino soltarlo y estar en su seguimiento.
Somos llamados cada día a
vivir una nueva experiencia con el Señor y no quedarnos detenidos en el ayer.
Experimentar la resurrección de Jesucristo es seguirle espiritualmente,
viviendo sus palabras, llevando a cabo sus mandamientos. “Vivir de acuerdo con
la resurrección de Jesucristo es permitir que su voluntad sea la guía para todo
aspecto de nuestra vida” [2].
En nuestra lucha contra el
pecado y la muerte afirmamos: “¡Pero gracias a Dios, que nos da la victoria por
medio de nuestro Señor Jesucristo! Por lo tanto, mis queridos hermanos,
manténganse firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor,
conscientes de que su trabajo en el Señor no es en vano” (1 Co. 15:57-58). “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la
gracia que él me concedió no fue infructuosa” (1 Co. 15:10)
Demos a conocer esta noticia
¡He visto al Señor! (Jn 20:18) y que la resurrección del Señor este comprobada
por la actividad y práctica de la Iglesia que se proyecta en la tarea
inconclusa. No busquemos solo a Jesús para nosotros mismos sino para unirnos a
su misión. Salgamos con una misión de amor compartiendo todo el evangelio con
toda la humanidad
Preguntas para la reflexión
¿Ha resucitado Dios en mi
vida? ¿Hay algún cambio que se debe a la resurrección? ¿Es un anuncio vacío o
corresponde a una transformación que va ocurriendo en nuestro ser?
¿Buscamos al que vive entre
los muertos? ¿Cómo solemos enfrentar los desafíos que se presentan a nivel
personal, familiar y como iglesia? ¿Nos proyectamos con una mente amplia para
servir a la sociedad, la nación y el mundo?
¿Qué implicación practica
tiene para la vida de la iglesia ¡He visto al Señor!?
La predicación es el medio preeminente que Dios usa para
salvar a los pecadores
Cuando leemos las Escrituras
del NT hay dos cosas que vienen a ser muy evidentes en lo que respecta a la
salvación de los hombres: la primera es que ésta no puede ser lograda a menos
que los hombres se expongan a la verdad de Dios revelada en las Escrituras. Los
pecadores tienen que creer para ser salvos. La salvación es por gracia, por
medio de la fe. Pero ¿qué es lo que se supone que van a creer los pecadores
para ser salvos? La verdad del evangelio tal como es presentada en la Palabra
de Dios.
Escuchen como lo dice Pablo
en Rom. 6:17. “Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado,
habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis
entregados”. Pablo está contemplando a los creyentes aquí como hombres y
mujeres que eran esclavos del pecado, pero que ahora ha sido libertado de esa
esclavitud. Y ¿cómo fueron ellos libertados de la esclavitud del pecado? Ellos
obedecieron de corazón aquella forma de doctrina a la cual habían sido
expuestos. Una doctrina fue puesta delante de sus ojos que ellos abrazaron de
todo corazón.
La fe no nace en un vacío,
sino en el contexto de escuchar la verdad de Dios revelada en Su Palabra. La
Palabra de Dios es la semilla que una vez implantada en el corazón produce
fruto a ciento, a sesenta y a treinta por uno. Ninguna alma vendrá al
arrepentimiento a menos que se exponga a la verdad revelada en las Sagradas
Escrituras (comp. Lc. 16:27-31; Rom. 1:16-17; 10:14-17; 2Ts. 2:13-14 1P.
1:22-25).
Pero es también evidente, en
segundo lugar, que la proclamación del evangelio es el medio por excelencia
para dar a conocer la verdad de Dios al hombre, para la salvación de las almas.
Hay varias formas en que podemos dar a conocer la verdad de Dios al hombre: a
través de un libro, a través de una conversación casual, a través de un
panfleto. De hecho, la Biblia dice que los creyentes deben estar siempre
preparados para presentar defensa, con mansedumbre y reverencia, ante todo el
que demande razón de la esperanza que hay en nosotros. El creyente debe estar
presto para compartir el evangelio con todo el que esté dispuesto a oír. Y Dios
bendecirá Su Palabra.
Pero el medio por excelencia
que Dios ha escogido para salvar a los pecadores es la locura de la predicación,
como dice Pablo en 1Cor. 1:21 (comp. 1P. 1:25). La fe viene por oír, dice
Pablo; y lo dice en el contexto de aquellos que han sido enviados, de aquellos
que han sido divinamente comisionados y cualificados para predicar el evangelio
(Rom. 10:14-15, 17).
Dios ha determinado salvar a
los hombres a través de la predicación del evangelio. Esa es la labor
primordial que Dios nos ha llamado a hacer como ministros: predicar, como vemos
en 1Cor. 1:17-25. Los griegos eran amantes de las disertaciones filosóficas, y
los judíos iban detrás de las señales. Y Pablo dice aquí que Dios no escogió ni
un método ni otro para salvar a las almas.
Podemos disertar de
filosofía y sicología, podemos tener una oratoria hermosa, y un intelecto
brillante, suficiente como para dejar boquiabiertos a cualquiera que nos
escuche. Pero nada de eso podrá transformar un solo corazón. Tampoco los
milagros más portentosos podrán hacer la obra. Era detrás de eso que iban los
judíos; todo el tiempo demandando al Señor que hiciera un milagro para creer en
Él.
Pero Dios manifestará Su
gloria salvando a los hombres por medio de aquello que ellos consideran una
necedad: la predicación del evangelio, un evangelio que ofrece salvación
gratuita, por medio de la fe en Jesucristo, quién murió en una cruz para salvar
a los pecadores. Un mensaje así es un tropiezo para el judío y una locura para
el griego. Pero “lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil
de Dios es más fuerte que los hombres”. Ese mensaje, proclamado a viva voz, ha
vencido la obstinación de muchos, y los ha traído cautivos a la obediencia a
Cristo.
Es por eso que la
predicación jugó un papel preponderante en el ministerio de Juan el Bautista, y
luego en el ministerio del Señor Jesucristo, y luego en el de Sus apóstoles. Y
cuando hurgamos en las páginas de la Historia de la Iglesia encontramos que sus
épocas más gloriosas y fructíferas han estado siempre asociadas con ministerios
que han dado preeminencia a la predicación de la Palabra de Dios.
Es por eso que Pablo se
refiere a los ministros del evangelio como “embajadores” y “heraldos” de Dios.
Un heraldo es aquel que lleva a viva voz el mensaje de un rey (comp. Dn. 3:4).
Hemos sido enviados al mundo como portavoces de Dios, para hablar a los
pecadores en Su nombre.
En 2Cor. 5:20 dice el
apóstol Pablo: “Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios
rogase por medio de nosotros”. Un embajador es aquel que ha sido enviado para
dar a conocer los pensamientos, las opiniones y los deseos del gobierno que lo
envió. Este hombre lleva consigo un mensaje que debe entregar íntegramente;
para eso fue enviado y eso debe hacer. Y en la medida en que vamos exponiendo
el mensaje de Dios contenido en las Escrituras, hablando en dependencia y bajo
la unción del Espíritu Santo, Dios mismo habla al corazón de los pecadores. Es
“como si Dios rogase por medio de nosotros”. Comp. 2Cor. 4:3-6.
El predicador debe verse a
sí mismo en el púlpito como un heraldo del Dios todopoderoso. En palabras de
Pablo en 2Cor. 2:17, los ministros del evangelio somos aquellos que “con
sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo”.
Estamos hablando de parte de Dios y delante de Dios.
Y no solo el mensaje que
transmitimos, sino también la forma como lo hacemos, debe enviar esa señal a la
mente y el corazón de todos los que escuchan. Somos los heraldos, los
portavoces de un Rey glorioso y temible. Esa es una de las razones por la cual
la predicación es un medio tan idóneo para presentar el mensaje de Dios. Si
usamos un medio ligero o inapropiado para dar a conocer lo que Dios ha revelado
en Su Palabra acerca de Sí mismo, de Sus obras y Su voluntad, estaremos echando
por tierra el mensaje que estamos proclamando.
¿Qué pensaríamos nosotros de
un presidente que el día de su investidura como mandatario va vestido de
payaso, y a través de chistes e historias graciosas transmite al pueblo cuál ha
de ser su programa de gobierno? ¿O que en vez de dar un discurso haga una
presentación de títeres, o un “dramita”? Que lo veríamos como algo totalmente
inapropiado, no importa que el contenido sea bueno. Esa forma de transmitir un
mensaje de esa naturaleza sería inconsecuente con la seriedad del mensaje.
Pues nosotros tenemos la
encomienda de transmitir un mensaje que posee repercusiones eternas, y lo
hacemos en nombre del Rey del universo. El medio que escojamos para transmitir
ese mensaje debe ser consecuente con su naturaleza. La predicación de la
Palabra no surge en los tiempos bíblicos como un medio de propagación de la
verdad por el atraso tecnológico de aquellos días, sino por ser el medio más
apropiado para comunicar la naturaleza del mensaje. No es una razón cultural lo
que está detrás de la predicación, es teológica.
Estamos presentando a Dios
como el Rey soberano que tiene derecho pleno sobre todas Sus criaturas, y
nosotros no somos Sus negociadores, somos Sus heraldos, aquellos que en el
nombre de Dios, con autoridad, con pasión, con urgencia, proclamamos los
decretos emitidos en la corte celestial, consignados en las Sagradas Escrituras.
Esa es la señal que los ministros envían a los hombres cuando se colocan detrás
del púlpito a proclamar a viva voz la Palabra de Dios. Somos mensajeros del
Dios Altísimo.
De igual manera, la
predicación es el formato más idóneo para humillar al pecador. El no está en la
posición de sentarse con Dios en una mesa de negociaciones; él tiene su
entendimiento entenebrecido, y lo que necesita precisamente es humillarse ante
la voz de Dios. Aparte de que la predicación es un vehículo ideal para persuadir
correctamente a los hombres. Los predicadores deben persuadir a su auditorio,
pero que deben hacerlo correctamente. Sabemos que es Dios quien obra en los
corazones, pero Dios usa medios, y uno de esos medios es la persuasión hecha en
la predicación.
Lucas nos dice en Hch. 18:4
que cuando Pablo estaba en Corinto “persuadía a judíos y a griegos”. Y lo mismo
hizo en la ciudad de Éfeso (Hch. 19:8). La predicación debe ser
“apropiadamente” persuasiva. Hay una forma incorrecta de persuadir a las
personas, cuando tratamos de mover sus voluntades a través de las emociones y
no a través del entendimiento.
Recuerden que Dios obra en
el corazón de los hombres cuando por medio de la predicación de la Palabra
ilumina su entendimiento. Es de esa manera que el pecador viene a Cristo. Es
por eso que Pablo dice en 2Cor. 10:4-5: “Porque las armas de nuestra milicia no
son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas,
derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de
Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo”.
He aquí lo que el ministro
del evangelio debe hacer: derribar todo argumento y altivez que se levanta en
el corazón y la mente del pecador en contra del conocimiento de Dios. Es a eso
que nos referimos cuando hablamos de persuasión. Y lo que estamos diciendo es
que la predicación es el medio ideal para hacer esto. Al ser un monólogo
podemos elaborar nuestra presentación de las Escrituras, y presentar argumento
tras argumento de la Palabra de Dios, hacer nuestro caso, para usar un lenguaje
judicial, y así poder informar adecuadamente el entendimiento del pecador.
¿Es nuestra argumentación lo
que los va a convencer y a salvar? De ninguna manera. Solo Dios puede hacer eso
obra. Pero Dios obra tomando en consideración la manera como El mismo nos creó.
El entendimiento debe ser iluminado, para que seamos movidos entonces a abrazar
la verdad que es en Cristo Jesús (Rom. 6:17). Dice el ministro puritano Thomas
Watson: “Los ministros tocan a la puerta de los corazones de los hombres, (y)
el Espíritu (en ese contexto) viene con una llave y abre la puerta” (Light and
Heat; pg. 32).
Indudablemente hay algo
misterioso envuelto en todo esto. ¿Cómo es el que el Espíritu de Dios obra
mientras un instrumento humano está transmitiendo Su Palabra? No lo sabemos del
todo, pero es una realidad revelada en las Escrituras, y eso debe estimularnos
a predicar. Dios no nos ha dado la responsabilidad de convertir las almas, sino
de predicar el evangelio; y El se encargará de aplicar Su poder en el corazón
de los que escuchan mientras nosotros cumplimos con nuestra responsabilidad.
De manera que no predicamos
por tradición, porque así lo ha hecho la Iglesia de Cristo por cientos de años;
lo hacemos porque Dios lo ha mandado, porque Dios ha establecido la predicación
como el medio por excelencia para alcanzar a los perdidos y traerlos a la
salvación.
No debemos ceder a la
presión de muchos que quieren que cambiemos nuestra metodología por una que sea
más entretenida o más atractiva. Como embajadores y heraldos de Dios nuestro
oficio no es el de entretener a los pecadores, sino el de persuadirlos en el
nombre de Dios y con la Palabra de Dios a venir a la fe y al arrepentimiento.
Un culto más entretenido y
atractivo, con mucha música especial, con testimonios impactante, puede que
atraiga a mucha gente, pero ninguna de esas cosas va a hacer en esos corazones
lo que solo la Palabra de Dios proclamada con sabiduría, urgencia y poder puede
hacer.
Y no es que estoy abogando
porque los cultos sean aburridos, ese no es el punto. Lo que estamos diciendo
es que la salvación de las almas no se logrará sustituyendo la predicación de
la Palabra de Dios por actividades que parecen más entretenidas y atractivas.
Dios no ha prometido bendecir tales actividades para la salvación de las almas.
Pero sí ha prometido bendecir Su Palabra.
“Porque como desciende de
los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y
la hace germinar y producir, y da semilla a la que siembra, y pan al que come,
así será mi Palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará
lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Is.
55:10-11).
¡Sin el evangelio no hay salvación!
En 1Cor. 15:1-2 Pablo
recuerda a los corintios que fue precisamente por medio de la proclamación de
la buena noticia del evangelio que ellos fueron salvados por Dios. Ellos
escucharon el evangelio predicado por Pablo, lo recibieron por fe, y de esa
manera fueron hechos partícipes de todos los beneficios de la obra redentora de
Cristo.
“Además os declaro,
hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el
cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os
he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano” (1Cor. 15:1-2).
Es por eso que Pablo dice en
Rom. 1:16 que “el evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que
cree”, porque es a través de la proclamación de ese mensaje que el Espíritu Santo
produce en el corazón del pecador una profunda convicción de pecado y de
impotencia, moviéndolo así a poner toda su confianza en Cristo para el perdón
de sus pecados.
De manera que ese mismo
mensaje que muchos desprecian como una increíble tontería, es lo que Dios usa
para magnificar Su poder. Ese es el argumento de Pablo en 1Cor. 1:18-25:
“Porque la palabra de la cruz (el evangelio) es locura a los que se pierden;
pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios… Porque los
judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos
a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los
gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder
de Dios, y sabiduría de Dios. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los
hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”.
Los hombres quisieran algo
más complicado para alimentar su propio ego, algo más difícil de entender, o
más difícil de hacer. Pero lo que Dios pide del hombre es que acepte por fe la
buena noticia del evangelio; que reciba de todo corazón lo que Él nos ofrece en
Cristo de pura gracia: el perdón de todos nuestros pecados y el don gratuito de
la vida eterna, únicamente por medio de la fe en Él.
Paradójicamente, es la buena
noticia contenida en el evangelio lo que lo hace tan detestable al hombre
incrédulo. Recibir ese mensaje implica un reconocimiento de nuestra
pecaminosidad e impotencia delante de Dios. El pecador prefiere una religión
que le dé buenos consejos de las cosas que tienen que hacer para poder
conectarse con Dios y alcanzar Su favor, que recibir por fe la buena noticia de
lo que Él ya hizo por medio de Su Hijo y Su obra redentora.
El evangelio humilla la
soberbia humana y exalta únicamente la gracia de Dios en Cristo. Pero es
precisamente por eso que puede ser un instrumento poderoso en las manos de Dios
para alcanzar a los perdidos, porque nadie será salvado sin ser primero
humillado.
Centro Cristiano de Estudio Bíblico de Teología "Discípulos de Cristo", Comité de Evangelismo Internacional, Ministerio Evangelistico Eben-Ezer Internacional de las Iglesias de Dios.